19 oct. 2008

Un paisaje franciscano


Para escribir no hacen falta muchos libros, ¿o sí?

El otro día estuvo un amigo por casa y al entrar a mi estudio me dijo:

-¡Ah, pero no tienes tantos libros!

Estaba sorprendido de que mis libros apenas llenasen la biblioteca que ocupa la esquina al lado de la ventana. Es una biblioteca bastante modesta pero alta, hecha con ménsulas metálicas y anaqueles de madera aglomerada que me tomó dos días instalar. Al escuchar a mi amigo, volví la mirada hacia mi stock libresco y dije:

-Todavía tengo libros en Madrid, en cajas, y en Caracas hay un montón.

Lo cual es cierto, pero me di cuenta que estaba tratando de justificar el hecho de que no tuviese muchos libros conmigo. Me avergoncé, ahora veo, de ser un escritor con pocos libros en su biblioteca.

Antes tenía muchos más, y creo que el dramático descenso de inventario responde a:

1) Los viajes, las mudanzas, los desplazamientos que atentan contra la acumulación de libros y de cualquier otra cosa. 2) Me he vuelto más selectivo a la hora de comprar libros. 3) Voy con bastante frecuencia a la biblioteca. 4) Cometo el delito de prestar libros, y para colmo soy reincidente. 5) Cada vez leo más en pantalla. 6) Suelo repetir aquella boutade del gran Samuel Johnson -¿o fue Pope, o fue Schopenhauer?-- “si mucho lees poco escribes”.

Antes de los treinta años yo soñaba con un hogar repleto de libros. Cuando me imaginaba una casa propia, sólo podía ver en sus paredes libros por todas partes, libros del suelo el techo. Pero los treinta me sorprendieron con sucesivos traslados, cambios de domicilio y trashumancia frenética, de modo que ni hubo casa propia por aquella época ni compré muchos libros (la plata me la gasté en pasajes aéreos).

A parte de esto, me he dado cuenta de otra cosa: he ido perdiendo el fetichismo por el libro. Quiero decir, antes los trataba como si fuesen piezas de museo y me horrorizaba verlos subrayados, con las páginas dobladas, o con un taza de café encima. Y cuando los subrayaba lo hacía con trazo fino, preferiblemente de lápiz, con la esperanza de que no quedaran huellas, de que llegaran, nuevamente limpios, al más allá.

Pero ahora los trato sin ninguna clemencia, los rayo con trazo grueso de bolígrafo, de creyón, de marcador, de lo que tenga a mano. A veces utilizo sus páginas como libreta improvisada y anoto estupideces, teléfonos, direcciones, listas de compra o efectúo temblorosas cuentas matemáticas. Suelo dejarlos abiertos boca abajo, con las páginas aplastadas, y muchos han sufrido las consecuencias de algún derramamiento doméstico. Cuando los tengo en mis manos, sobre todo mientras los leo, me invade la manía de probar su flexibilidad, entonces los abro en espagat, interrogo sus tendones brutalmente, quizás con la esperanza de que, si son fuertes, puedan acompañarme para toda la vida.

A pesar de este trato salvaje y de su aparente escasez en mi biblioteca, los libros no me han abandonado, ni yo a ellos. Todo lo contrario. Con el tiempo han ido invadiendo más y más espacio, no en mi casa, sino en mi cabeza, en mis delirios, en mis charlas, en mis sueños. Hasta podría decir que no sé cómo sacármelos de encima, pues han usurpado buena parte de algo que no sabría explicar, y se han convertido en dueños y tiranos de mi vida migrante. De manera que al tratarlos así, con brusquedad, como se tratan los amigos de la infancia, es decir, sin ningún ánimo de coleccionista (nunca sufrí desvanecimientos por tener entre mis manos primeras ediciones o incunables) los he sentido más cerca de mí, de lo que soy, de lo que irrecuperablemente soy.

Por último pienso en dos casos: Ramón Gómez de la Serna y sus cinco mesas de trabajo, donde escribía simultáneamente cinco libros, siempre rodeado de múltiples objetos, volúmenes, revistas, montones de cachivaches comprados en los mercadillos. Pero también pienso, en el extremo opuesto, en Camus, cuyo lugar ideal era un sitio vacío del todo, sin muebles, sin bibliotecas, sin adornos, sin libros. Un lugar muy parecido a su humilde hogar de infancia en Argelia, un erial doméstico donde poder sembrar algo. Sólo una mesa y una silla, un cuaderno y un bolígrafo. Este paisaje franciscano era todo lo que necesitaba.

10 oct. 2008

El escritor fantasma


Prefiero la traducción literal del inglés Ghost Writer=escritor fantasma, y no esa que acuñaron los españoles de "escritor negro" o "negro", a secas, demasiado funeraria y franquista para mi gusto, medio gore, y que en nada se alía con la
luminosidad del oficio.

De modo que hablemos de escritor fantasma en vez de escritor negro, y para empezar digamos:

1.-Todo lo que está por comentarse no tiene nada que ver con ese libro del señor Sábato, El escritor y sus fantasmas.

2.-Los escritores fantasmas no asustan.

3.-Los escritores fantasmas no andan con sábanas blancas encima.

Lo digo porque un día, cuando le comenté a una amiga que estaba trabajando como escritor fantasma, me dijo: "Gustavo, mira que tienes un niño pequeño". Y lo dijo como advirtiéndome de algo grave, como si yo estuviera perpetrando un delito, como si le diera un mal ejemplo al chamo. En fin.

Otro asunto que quiero comentar es:

4.-Los escritores fantasmas exigimos la conformación inmediata de un gremio o sindicato que se ocupe de nuestros intereses para nada fantasmas de modo de avanzar en la creación inmediata de un fideicomiso destinado al montepío, el crédito blando para vivienda y vehículo de uso recreativo así como la afiliación a un seguro médico para todos los colegas y familiares y... (perdón, este no es el lugar para hablar de esto).

5.-Escritores fantasmas son todos los escritores de este horrible planeta.

Este último punto obliga a una aclaración mínima. En primero lugar, todo escritor es un ser de las tinieblas, lo más parecido a un alma en pena. Los escritores suelen deambular por las casas a altas horas de la noche arrastrando sus pantuflas y también sus ideas. Además, se la pasan murmurando y estableciendo diálogos con la sombra. A veces, incluso, de manera agresiva. Por eso hay quienes los denominan "púgiles invisibles". Por todo esto podemos colegir que un escritor, cualquiera sea su raza o religión, es lo más parecido a un fantasma.

Luego, todo escritor escribe para alguien (uno o varios lectores), pero también escribe para un escritor, es decir para sí mismo, y aún más: escribe para otros escritores, para sus pares, sus colegas. Y hay quienes escriben para los críticos, que es el colmo de la aberración de este oficio aberrante. Y bueno, igual que cualquiera de los tipos mencionados, el escritor fantasma también escribe para un otro.

Me dirán que la diferencia está en que el escritor fantasma no firma sus libros sino que permite que otro, u otros, o una institución, o un prestamista, o un narcotraficante, se abrogue la autoría de su obra. Y hay quienes consideran esto una debilidad, una cesión de derechos, una capitulación, o hasta una manera moralmente aceptada de prostituirse. Pero nada más erróneo. Lo que ocurre es que el escritor fantasma lleva al extremo aquel exitoso axioma rimbaudiano que dice: "Yo es otro". E incluso aplica el mismo axioma al producto de su trabajo: "este libro es otro libro". Así, al ser otro libro su libro, éste no le pertenece. De modo que si yo no soy yo, y mi libro no es mi libro, el asunto se reduce a pasar por cajar y retirar el cheque.

Pero la cosa no es tan sencilla. El escritor fantasma tiene una relación fantasmática con el dinero. Escribir cuesta plata, se dice, y lo afirma con una convicción que aterra. Pero como es un individuo en la sombra, en sus manos la plata pierde brillo. Por eso el escritor fantasma es un ser melancólico.

Cuando se reune con sus colegas habla de cosas aparentemente nada fantasmales: las noticias que aparecen en el periódico. Y muchas veces duda de que, por ejemplo, un artículo de Vargas Llosa no sea de Vargas Llosa, sino del fantasma de Isaiah Berlin. Porque el verdadero problema con los escritores fantasmas es que ven fantasmas por todos lados. Y no es que tengan alucinaciones, no. Es que se toman tan en serio su trabajo, que su capacidad de observación se agudiza al punto de tener auténticos contactos del tercer tipo, con gente que habita el más allá. Y al frecuentar ese exomundo, esos salones de sombras y aparecidos, se entrenan a diario en las difíciles artes de escribir sin ser vistos.

Y para terminar:

6.- Los escritores fantasmas escriben exactamente lo mismo que escriben los escritores no fantasmas: textos fantasmas.

5 oct. 2008

Cuatro puntos críticos

El crítico a quien más agradezco es el capaz de hacerme mirar algo que no había mirado nunca o mirado con los ojos velados de prejuicios, de ponerme frente a eso y dejarme solo. De allí en adelante debo confiar en mi propia sensibilidad, mi inteligencia y mi capacidad de ganar sabiduría.

T. S. Eliot, Las fronteras de la crítica, 1956


El problema con los críticos es (como mínimo) triple: a) que se trate de comentaristas mediocres, que saben tan poco como nosotros; b) que manifiesten una clara predilección por un determinado tipo de literatura o, simplemente se dejen comprar por la industria editorial; y c) que se trate de escritores de talento que convierten la crítica en género literario autónomo (piénsese en Borges, por ejemplo), y acabemos leyendo las reseñas sobre los libros en vez de los propios Libros.
Joseph Brodsky, en Cómo leer un libro, 1988.

A veces le corresponderá al crítico condenar lo inferior y exponer lo fraudulento; aunque esta tarea es secundaria a la de discriminar el elogio de aquello que lo merece.

T. S. Eliot, Las fronteras...

Todo crítico es una excelente persona hasta que demuestre lo contrario.

Anónimo toledano s/f