24 nov. 2008

Piojos literarios


Flaubert decía que las erratas eran los piojos de las palabras. Y sí, hay piojos, garrapatas, caníbales, bichos de todo tipo. Yo creo que hace falta despiojizar lo que uno escribe (y también lo que uno lee), pero sospecho de quienes, a la manera flaubertiana, gastan sus días en pulir y dejar limpiecito todo lo que pasa por sus ojos, como si se tratase de un jarrón de porcelana o la sala de una terapia intensiva. Corregir y corregir y corregir. A veces esto me suena a aquel lema de la Guardia Nacional de Venezuela: “Trabajo, trabajo y más trabajo”, y por tanto veo allí un cierto tufillo martirizante y ortopédico, o una excesiva confianza en lo poderes operacionales de la faena. De hecho casi siempre una corrección es una orto-terapia, la aplicación de ciertos dispositivos para que lo que escribimos no nazca ni crezca torcido, o luzca mejor, o sea menos mediocre. Visto así, se trata de una tarea preñada de buenas intenciones. Y por tanto una operación de cirugía reconstructiva, aunque a veces caigamos en el error de aplicar la cirugía estética. Nos ocurre lo mismo con la lectura: si leemos varias veces un mismo libro, comenzaremos a jugar al juego de las sustituciones abusivas y a proponer, en silencio, cambios aquí y allá, como si haciendo eso fuéramos mejores lectores o por lo menos más listos. Y esto de hacerse el listo es algo muy común en la reescritura. Nos hacemos los listos con nosotros mismos y creemos que un momento después (al día siguiente, a la semana, lo que sea) seremos mejores que antes, y podremos hacer mejor las cosas. Es decir, prevalece la ingenua idea de cierto progreso de cubículo, y esto lo anudamos a un sentido cronológico, como si se tratase de una evolución darwiniana o un entrenamiento olímpico. Mañana lo haré mejor que hoy. ¿A cuenta de qué este optimismo? Bien podría ser al revés, ¿o no? En lo particular toda idea de futuro la encuentro más bien errática. Mañana siempre es una pregunta, pero con frecuencia es una decepción. Y convengamos que mañana uno no será mejor ni peor, sino distinto, leve o drásticamente distinto, según los acontecimientos que nos toquen. Y a ese otro yo distinto, que lee o escribe al día siguiente, le atribuimos una sabiduría superior que al que se le ocurrió la primera y torpe idea. “Un borrador”, lo llamamos con displicencia, cuando la verdad es que el dichoso “borrador” suele ser el punto de salida y de llegada de todo. El bruto y torpe Todo. En tiempos en que el minimalismo aún invade nuestras retinas, la limpieza y la higiene secuestraron el buen gusto. Debemos cuidarnos de esta estética Bonsái-Feng Shui, que quizás sea el camino de un prístino nirvana pero no el de la literatura, ni de sus emociones tantas veces sucias. Los hay flaubertianos, que creen a pie juntillas en las virtudes salutíferas de la corrección, incluso de la orgiástica corrección perpetua, y los hay deslavazados, inspirados y negligentes que creen en la supersticiosa ética de la espontaneidad, que es como el mal de Chagas de la literatura. Por supuesto, tampoco abogo por un punto medio (aborrezco los puntos medios) pero habría que buscar una fórmula lo suficientemente justa que nos permita despiojizar lo que hacemos sin necesidad de desinfectar el territorio.

Propongo este lema: "Corregir, corregir, corregir, pero sin la menor esperanza".

15 nov. 2008

Papas


Hace calor. Mucho calor. Yo diría que demasiado calor ¿Existirá una temperatura adecuada para escribir? Ahora, en este mismo instante, siento que todo se empegosta, se achicharra, se estruja. La vida misma se convierte en una plancha caliente de zinc (¿podría ser otra cosa?) Y mis pensamientos son una nubecilla viscosa que se mezcla en la vibración de la tarde junto con los mosquitos que ya comienzan a llegar. Además, uno escribe con el cuerpo, solía decir Alfredo Silva Estrada, secundado por su esposa la bailarina Sonia Sanoja. Y el cuerpo, este cuerpo, más específicamente estas atribuladas posaderas, estos sobacos orgullosos, este cuello doblegado, en fin, todo esto, está ahora acoplado a una silla, con los poros dramáticamente abiertos, frente a una mesa, mirando una pantalla.

Por alguna razón que no puedo explicarme nos han vendido (y hemos comprado) la idea de un escritor metido en un cuartucho, un ático sofocante, una Chambre de bonne. Un tipo medio sucio, medio loco, abstraído del mundo, concentrado en sus letras y por supuesto pasando hambre pero sobre todo pasando frío (afuera, tras el cristal de su ventanuco se ven caer los blancos copos, una cortina de copos que parece reforzar el blanco más blanco de su página en blanco… en fin). La imagen no es del todo desacertada, pero tampoco suficiente. Alguien, no sé quién o quiénes, ha querido convencernos de que el invierno, el crudo invierno, es la época del recogimiento y de la exploración de nuestro mundo interior. Podemos estar de acuerdo con lo del recogimiento, pero no en cuanto a lo del mundo interior. Yo estoy seguro de que uno accede más y mejor al mundo interior propio cuando tiene el cuerpo bañado en sudor y no mientras tirita de frío.

Todo esto lo comento debido a que, desde hace algunos años, he descubierto que los cambios climáticos afectan mis proyectos. No fue fácil llegar a esta conclusión, pues no me dedico ni a la agricultura ni a la jardinería, aunque a veces lo parezca, ojo. De modo que tras largos años de inconciencia individual, de vida irrazonable, de espejo empañado, he podido darme cuenta de esto: en invierno leo, en verano escribo.

Aunque habría que matizar: en invierno leo acostado y en verano leo sentado. En invierno escribo artículos, en verano escribo otras cosas. Como ven, todavía no lo tengo muy claro, pero ahí vamos, trabajando en eso. De lo que sí estoy convencido es de lo siguiente: el sudor está íntimamente ligado a esta descabellada tarea de acumulación y selección de fantasmas. Se equivocan aquellos que piensan que, por uno estar sentado todo el día, no suda ni una gota. El vulgo, siempre el maldito vulgo, lo ve a uno frente a la pantalla y cree que uno está contemplando ángeles o mirando el viento pasar. Pues no. Ya lo djo el poeta: “sin sudor no hay rima”. Y el narrador: “sin violín no hay orquesta”.

Ayer, cuando fui a la verdulería y compré papas, advertí que de la piel de las papas nacían diminutas raicillas. Pero las papas no estaban podridas. Después de palparlas me di cuenta de que estaban firmes, saludables y apetitosas. El verdulero, al verme toqueteándolas, me dijo: “sólo se han brotado por el calor”. Y bueno, que así sea, pensé cuando llegué a casa y me senté de nuevo a tabajar. Que brote --sabiduría de verdulero-- algo en este sofocante verano anticipado, que algo venga aparejado (y no podrido) a este bochornoso calor porteño. Así sea la sucia y misericordiosa raíz de una papa andina; o una pelusita, un poco de espuma, un diminuto simulacro en forma de palabras, no sé, algo que justifique estos interminables días que se empegostan, se achicharran y se estrujan.

13 nov. 2008

Agradecimientos


Hago un alto en este blog para agradecer públicamente a los organizadores de la Bienal de novela Adriano González León 2008. Estos son: el Pen Club de Venezuela (muy especialmente a Edda Armas), el grupo de empresas Econoinvest (Herman Sifontes) y a la Editorial Norma (César García, Vladimir Mujica, Elsa Rivas) Los primeros, por llevar a cabo la organización de todo, los segundos por el patrocinio, y a Norma por el compromiso en editar mi novela.

Por supuesto quiero agradecer de manera muy especial al jurado calificador conformado por Michaelle Ascensio, Oscar Collazos, Ariel Magnus, Rafael Castillo Zapata y Alberto Barrera Tyszka, por confiar en Bajo tierra y contribuir para que la novela se haya llevado el premio.

Pero la lista de agradecimientos debería comenzar por Pía Bouzas, escritora, esposa, cómplice, que fue la primera en leer el manuscrito y hacer observaciones, como siempre, fundamentales. También a mi hermana Sonia, quien leyó el manuscrito acá en Buenos Aires y cuya lectura fue tremendamente estimulante. Y por último al poeta, profesor y amigo Niall Binns quien, con su habitual antena detectora de fallas, erratas y aciertos (cuando los hay), consiguió limpiar bastante la novela y hacer excelentes sugerencias.

Además debo agradecer a Antonio López Ortega y Gustavo Guerrero. Al primero por sus cálidas palabras de apoyo, por su confianza en mi trabajo; y al segundo por la reciente lectura de Bajo tierra, por su acompañamiento y sus utilísimos comentarios.

No puedo dejar de mencionar a mi hermano Carlos, quien se tomó el trabajo de imprimir las cinco copias de la novela (más de mil páginas), encuadernarlas y llevarlas personalmente a la dirección que las bases del concurso indicaban. Sin él, esta historia sería otra. Y al resto de mi familia, mi madre y mis hermanos, que siempre está ahí apoyando, haciendo barra, y a veces haciendo la ola.

Por último debo decir que Bajo tierra es, entre otras cosas, una búsqueda simbólica del padre. Y esta búsqueda no hubiese sido posible de yo no haber vivido la experiencia de la paternidad.

A mi hijo Manuel va dedicada la novela y espero que, cuando pueda y quiera leerla, le guste.

Gracias a todos.


*En la foto, Adriano González León.